La vuelta en moto a tres continentes: Diario en motocicleta

La vuelta en moto a tres continentes: Diario en motocicleta

Manuel Lorenzo Ramón, vecino de Alicante y motero español. Nos cuenta, en primicia, las peripecias de viajar por el continente americano, de sur a norte, y llegar al Perú en medio de la convulsión social que vivimos.

Por: Manuel Lorenzo Ramón.

Soy Manuel Lorenzo Ramón, vecino de Alicante y motero español. Me encuentro recorriendo el continente americano de sur a norte y este es mi testimonio de viaje, en moto. De Sur a Norte, entrando por la Patagonia Argentina.

Tras estar en los extremos norte de los continentes europeo y asiático se me ocurrió cerrar el círculo completando los puntos más al sur y al norte del continente americano. Todos esto puntos están más allá de los círculos polares árticos, de los tres continentes del hemisferio norte y en la región antártica, del único continente que llega hasta dicha región.

No hay registros de que nadie lo haya hecho: estar con su propio vehículo, en este caso una moto que es una Harley, más allá de los tres círculos polares árticos y el extremo antártico.

Así pues inicié mi viaje a territorios americanos desde Montevideo para llegar hasta Ushuaia y de ahí iniciar camino del norte hasta Prudhoe Bay, un yacimiento de gas en el final de la autopista Dalton (lo de autopista es una denominación técnica, porque son 700 kilómetros de ripio sin nada alrededor -salvo osos-). Así que ida y vuelta serían 1.400 kilómetros de los peor para circular con moto, en este caso una moto no adaptada para ello).

Tras esperar dos semanas en Montevideo para poder desembarcar la moto por problemas de retraso y de orden burocrático (allá empezó la concatenación de problemas que he ido enlazando sin tiempo de recuperación entre uno a otro), allí mismo, en el país más caro de Suramérica, me dejé no solo una cantidad de tiempo importante sino también, una gran parte del presupuesto para el viaje. Sobre todo el efectivo, algo muy necesario en Suramérica; ya que no en todos sitios se puede utilizar la tarjeta y además, cuando se utilizan, las comisiones son sangrantes. Algo jamás visto en Europa, hay que decirlo.

Encaro la Patagonia camino de Ushuaia en un terreno extremo por las extensas distancias sin suministros y con una climatología que si de por si es dura, las dos semanas que anduve por allí fueron tremendas, con rachas de viento de hasta 110 kilómetros por hora que hacían de la conducción extremadamente difícil y, muy probablemente, provocan accidentes a diario.

La salida por Ferry, desde la Isla de Tierra del Fuego, fue complicada. Estuvo cerrado el puerto durante días y salir de allí, en Puerto Gallego (en la Patagonia), la gendarmería nos tuvieron bloqueados sin dejarnos salir durante dos días por peligro de viento extremo. Una locura de clima que acobardaría a cualquiera, menos a mi, por supuesto, que de haber sido de otra forma, no estaría narrándoles este, mi diario de viajes en moto por Suramérica. Todo sin embargo salió bien. Completé mi viaje -con éxito- la llegada a Ushuaia, lo más al sur posible del continente americanos e inicié ruta hacia el norte por la famosa ruta 40 ¡Allá vamos norte de Suramérica!.

La Patagonia está mezclada con desierto y montañas de la Cordillera de Los Andes. En medio la carretera de la ruta llamada “la 40”. Por ella se llega a un paraje conocido entre los ruteros como “Los malditos 73”. Hace honor al nombre dado que en ese tramo de vía se suelen romper los vehículos y el resultado de su tránsito ocasiona un elevado número de accidentes en moto por caídas. Los muertos obvio que los hay, y son testigos mudos de nuestro entremezclado placer y susto al pasar por ahí, siempre con el respeto que se merecen, en sus memorias. En mi caso, para no ser uno más de la estadística, rompí el protector de la correa de transmisión debido a las vibraciones ocasionadas por el ripio que ocasiona en la moto graves perjuicios en la rueda trasera. Fue gracias a unos brasileros que me echaron una mano a fin de poder continuar. Sin su ayuda no la habría contado. Igual, con todo ello, la moto necesitaba una reparación inmediata. El único punto más cercano y específico dada la marca de la maquina era Santiago de Chile, a 2,500 km de distancia de aquel punto. Llegué a Santiago, casi un milagro el poder haber llegado hasta ese punto. Con la moto en muy mal estado, tan mal como la economía mía que se ahogaba entre uno y otro gasto, tocado, tocado.

En Santiago reparé la moto y le hice un cambio de ruedas, de paso, para poder aprovechar mejor el viaje. Encaminé el retorno por el norte por San Pedro de los Andes y entrar por el altiplano argentino y coger ruta para Bolivia, camino a los salares de Uyuni. En Bolivia experimenté por primera vez el mal de altura. Una mezcla de jaqueca con vómitos y mareos. Y la moto ni hablar. Ella también cogió el mal de altura, pero a su modo. Comenzó a tirar aceite de motor por el filtro de aire, como agripada. Consultados los especialistas tanto de Chile, Argentina, España y la misma Bolivia, solo atinaron a decir que así es. Ninguna otra razón que la altura y desde luego el poco oxígeno que hace que todo comience a funcionar de modo incorrecto: aceite por el filtro de aire, una cosa de locos.

Acabé en Bolivia en un pueblo de casi 600 habitantes. Una comarca, vaya. En medio de la nada en donde a pesar de la pobreza que se vive y respira, una señora muy amable, en su medio hablar español y un idioma rarísimo como su propio nombre, el aimara, me pudo alojar. Son gente amable, muy callada pero observadora. Su idioma precede incluso al quechua y tienen fama, los aymaras, de ser gente pasiva pero respondones cuando “se les toca los cojones”. Para mí, aquella señora, a quien llamaré Aquilina, me brindó el toque de humanidad que la naturaleza me iba quitando poco a poco. Inclemente como lo es toda Suramérica y en su máxima expresión los altiplanos bolivianos, mucha altura, poca vegetación y poco oxígeno. Quien vive aquí, sobrevive en cualquier parte del mundo, de eso estoy seguro.

Bolivia es un país muy complicado. Más en aquellas zonas en donde cruzan los pueblos más alejados de las ciudades. No hay infraestructura. La sociedad funciona, comercialmente, a base del dinero en efectivo y del trueque. Como hace cientos de años, antes de la conquista española. Hablan con predominancia otro idioma, el aimara y el quechua y el español que usan es uno diferente al del resto de Suramérica. A caballo entre el aimara, el quechua y un español que de cuando en cuando aflora entre sus conjunciones. Nadie usa tarjeta de crédito. La gasolina la venden no en gasolineras sino en una especie de estancos privados. En casas. Lo almacenan en galones o en bidones de plástico y la reconocen por el color. Azul, verde, rojo; para diferenciar entre gasolina de 90, 95 o 97 octanos. El petróleo o diessel sí que se vende más, pero los precios no son los que se dan en las pocas gasolineras que pude ver en mi recorrido. Lo suelen vender en botellas de refresco o en galoneras pequeñas de cuatro litros. Un mundo aparte. Unas costumbres aparte, pero ricas en soluciones ante tantas carencias y ausencia del Estado.

Conseguí, por mediación del hijo de Aquilina, un bidón de aceite para motor de camiones alta densidad. El muchacho andaba visitando a su familia y le contaron que tenían uno guardado, en el negocio familiar de alguien amigo de ellos. Por años lo tenían bajo custodia sin saber qué hacer con ese bidón. El destino quiso que fuera yo el que se beneficiara de ello. De no ser así no habría llegado a ninguna parte, como os contaré ahora. En efecto, gracias a ese aceite pude continuar el viaje, a duras penas y con el motor casi al borde de su colapso. La media de altitud era entre los 5,000 metros y los 3,800 metros sobre el nivel del mar. Cada 100 kilómetros había que echar aceite. La poca gasolina que llevaba casi al borde de terminarse me sirvió para entrar a Perú desde Arica. Hacerlo directamente desde Bolivia era imposible. Las protestas sociales y una suerte de guerra civil que se desató en Puno hacían imposible cualquier pase por la frontera con Bolivia. Algo incomprensible para mí pero real por donde se le mirase. Muchos muertos y pocas buenas voluntades para solucionar la violencia. Y nosotros, los extranjeros que conmovidos por tanta belleza paisajística solo atinamos al balanceo entre lo naturalmente bello y lo humanamente desastroso que pueden llegar a ser los gobiernos y la gente que los elije. El hombre quita lo que lo que la naturaleza regala.

Curiosamente al cruzar la frontera ya el motor no echaba aceite ni lo consumía. Comprendí entonces que fue la altura la que estropeo la moto. La enfermó tanto como a mí. La falta de oxígeno, el mal de altura, entonces lo comprendí. Nada como estar al ras del mar y con la brisa fresca del litoral y las lomas entrantes, aunque desérticas, del inicio sur del Perú, desde Arica y Tacna, la cola del país de los Incas. Una historia aparte que contar.

En la siguiente entrega: mi entrada a Perú, en medio de las protestas sociales.

 

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